Sunday, October 29, 2006

Entrevista Generación XXI

Las Lágrimas de Karseb
Entrevista para Generación XXI. 2005


¿Por qué elegiste precisamente el tema de la caída de Constantinopla?

Conocía perfectamente el hecho histórico de la pérdida de esa gran ciudad –La Ciudad– desde muy joven, gracias a la importante biblioteca que existía en la casa familiar. Siempre he tenido claro que la caída de Constantinopla cambió el mundo. Después de ese hecho –que el escritor vienés Stephan Zweig calificó de momento estelar de la Humanidad– ya nada fue igual. Al quedar todo el Oriente Próximo en manos otomanas, las rutas comerciales con Asia se perdieron. El siglo XV fue intensamente comercial –genoveses, venecianos, catalanes, francos–, y debido a esa necesidad de abastecimiento y materias primas, que quedaron expuestas al capricho y a los aranceles turcos, por toda Europa nació la inquietud de hallar una ruta alternativa a Oriente. Es la época de Toscanelli y Fra Mauro; el momento en que se perfeccionan brújulas y astrolabios, se desempolvan viejas cartas náuticas y se recupera la teoría, olvidada durante siglos, de Ptolomeo acerca de la esfericidad de la Tierra y, por tanto, la posibilidad de navegar hacia Poniente para llegar a Oriente. Si lo pensamos, la pérdida de Constantinopla, llevó a descubrir América, que de otro modo no hubiera sido hallada, tal vez, hasta el s.XVII.
Pero hubo más, mucho más: debido a la pérdida del último bastión del Imperio Romano oriental, los eruditos y sabios griegos huyeron a Occidente, sobre todo a Italia, llevando consigo obras desconocidas o nunca traducidas al latín de Sócrates, Platón y Aristóteles. Ese pensamiento clásico impregnó Europa, dando lugar al Renacimiento. Por otra parte, el advenimiento de la artillería cambió la configuración de las ciudades; la hegemonía turca llevó a la Santa Alianza, a Lepanto y a mil cosas más. El choque entre la Europa cristiana y el mundo musulmán fue terrible y acrecentó la distancia entre las dos culturas, hasta llegar al punto en el que hoy nos encontramos…
Me pareció, por tanto, que si ha existido un momento y marco histórico inmenso, fue ése. Me permitía no sólo hablar del hecho histórico: también ubicar una ficción que brindara la oportunidad de hablar de filosofía, humanidad, corazón y concordia.

El esoterismo, la teología mística, la filosofía son subtramas que recorren el libro y lo fundamentan. ¿Es el pensamiento el verdadero motor de la Historia?

En Las Lágrimas de Karseb hay, en efecto, esoterismo, mística y filosofía. No podía ser de otro modo. La época estaba impregnada de todo eso. Todo ello convivía de modo natural y cotidiano. Las corrientes esotéricas –las “otras” explicaciones “no oficiales” del mundo– se unían a la visión mística y religiosa del Universo y a la filosofía. No olvidemos que estamos en Grecia, donde a pesar del inmenso peso del cristianismo, pervive la cultura clásica, el mundo ideal platónico –que luego, durante el Renacimiento, recuperaríamos en Europa–, la magia, la nigromancia, etcétera. Así, es normal que junto a las tres vías de Averroes, se hable de hermetismo –por otra parte, línea de conocimiento ensalzada por los primeros Padres de la Iglesia– y también de pensamiento revolucionario y adelantado a la época, como lo fue el de Nicolás de Cusa. Un pensamiento que el protagonista de ficción, Bernard Villiers, hace suyo: la paz de los fieles, la unión de los credos, la síntesis de los opuestos.
Todo ese equipaje que subyace en la novela permite, en última instancia, crear la ficción –ficción muy documentada, eso sí– sobre las Lágrimas de Karseb, que son una metáfora del llanto de Dios ante la maldad e intolerancia de los hombres, un claro alegato a favor de la paz. El pensamiento es el motor del mundo. El día en que seamos capaces de mirar más allá de nuestro maldito ombligo, se derrumbarán muchas cosas. Es un proceso lento y no se hará efectivo hasta que despertemos de forma colectiva la conciencia. Es cuestión de tiempo. ¿Cuánto? No lo sé. Pero recordemos frases famosas: “El tercer milenio será espiritual o no será”, o aquélla otra, de Einstein: “No sé cómo será la Tercera Guerra Mundial, pero sí cómo será la Cuarta: a bastonazos”.

¿Cómo te has documentado para reconstruir la época? ¿Qué tanto por cierto, en este tipo de género, debe tener la veracidad histórica y cuál la ficción?

Soy una persona muy perfeccionista. Trabajé durante muchísimo tiempo en la redacción, que quería que fuera perfecta e impecable en lo literario; y casi el mismo tiempo en las correcciones: las Lágrimas de Karseb fueron corregidas no menos de unas dieciocho o veinte veces. Correcciones de estilo, de vocabulario y términos, adjetivos, puntuación, datos, etcétera. Además conté con la aportación de filólogos, filósofos e historiadores que enmendaron algunos errores. Con la documentación fui exhaustivo: fuentes y crónicas de época, venecianas, genovesas, turcas, griegas. Citarlas requeriría mucho espacio. Y no sólo busque y rebusqué en lo histórico, en los hechos principales: busqué hasta recetas de la gastronomía bizantina del s. XV, términos náuticos, ropas y costumbres, etcétera. La documentación, desde mi punto de vista, marca la diferencia entre una novela histórica de “estar por casa” y una novela histórica seria. Y yo, con lo que hago, soy muy serio. Risas.
En la novela, evidentemente, existe una parte de ficción. La mística y el esoterismo alrededor de las Lágrimas de Karseb es ficción, pero no tanto. Quiero decir que está revestida de veracidad histórica. Incluso el protagonista de ficción principal, Bernard, está dotado de veracidad. Lo emparenté con los célebres alquimistas de Flers –Nicolás de Grosparmy, Pierre Vicot y Nicolás de Valois–, que acometieron la Gran Obra Alquímica en el s. XV. Incluso sortilegios y concesiones a la magia, como el arte de la invisibilidad que pretende alcanzar Nikos, el amigo de Bernard, están basados en el famoso grimorio de Salomón conocido como Las Clavículas de Salomón. Para hacer cierta la fabulación hay que vestirla de verismo. Obviamente, y para terminar, también en el libro hay imaginación, fantasía, detalles nacidos de la ensoñación.

Has declarado que a pesar de desarrollar una guerra entre el mundo musulmán y el occidental has querido “impregnar la novela de un mensaje de paz”, pero has remarcado exageradamente el contraste entre la honorabilidad del Emperador Constantino frente a la crueldad algo gratuita del sultán Mohamed II ¿no?

Yo quería que la novela tuviera una fuerte carga de bondad, un fuerte mensaje de paz. Pero lo que no he deseado en ningún momento es, en aras de una “corrección política coyuntural”, faltar a la verdad. El asedio a Constantinopla fue terrible, no hubo piedad y sí barbarie por ambas partes. Pero de todos modos, y sin querer caer en el maniqueísmo de los buenos y los malos, es cierto que la crueldad de los otomanos no tuvo límite. No olvidemos que los defensores eran cristianos y, por encima del cristianismo interesado de venecianos y genoveses, los griegos eran absolutamente cristianos. Imposible ser más cristianos con todo lo que ello significa. Tenían prohibido matar o torturar a un enemigo inerme o desarmado. Los otomanos, no. Constantino fue un emperador inmensamente cristiano. Mohamed fue un sultán culto, cultísimo, refinado, pero inmensamente cruel. Era un hombre marcado por el desafecto, que sólo logró reinar cuando sus hermanos mayores murieron. Y pese a su esmerada educación, sus maneras delicadas, su gusto por el arte y la belleza, era de instintos bajos, ambicioso, despótico. No seamos “políticamente correctos” cuando no debamos serlo: eso es una sandez y una consigna propia de un tiempo difuso, hipócrita. Perdón: siempre y en todo momento. Paz: siempre y en todo momento. Pero el pan es pan y el vino es vino: Constantino abogaba por la paz, Mohamed sólo ansiaba conquistar la ciudad. Y el saqueo y la rapiña que brindó a su ejercito no tienen nombre en la historia de la barbarie. Es histórica la frase que pronunció al contemplar la desolación de la capital: “¡Qué gran ciudad hemos entregado al saqueo y la destrucción!”. Yo, en un intento de humanizarlo, siquiera un poco, le hago derramar unas lágrimas sabiéndose solo. Pero tengo dudas de que llegara a llorar. No dudó en ejecutar a todos los que cayeron en sus manos. Los griegos no hubieran hecho eso, al menos no en esa medida.

Además, evidentemente, de basarse en un hecho histórico real, ¿qué otros ingredientes debe poseer una novela histórica?

Esa es una buena pregunta. Las Lágrimas de Karseb es una novela histórica al cien por cien… ¿Lo es también el Código Da Vinci y la interminable secuela de obras basadas en pastiches esotéricos, históricos, religiosos, etcétera? Yo diría que no. Una novela histórica se basa en un hecho histórico o en un marco histórico, de no existir hecho reseñable. Una novela histórica debe ser rigurosa en todo lo concerniente a época, sucesos, personajes, pensamiento, arte, etcétera. Obviamente debe fabular, inventar, novelar, ya que de lo contrario no sería novela histórica sino ensayo puro y duro. Pongamos un ejemplo. Si yo quiero escribir sobre el Cid, Rodrigo Díaz de Vivar, puedo optar por describir situaciones y marcos sin moverme ni un ápice de lo histórico o crear papeles de ficción –un compañero fiel, un fraile amigo– que le acompañen y permitan narrar su vida y hechos de modo interpuesto. Una narración en tercera persona, por ejemplo. En una novela caben muchas cosas: misterio, asesinatos, conjuras, etcétera. Y todo está bien. Dependerá de la moda y de los gustos del público escribirla de un modo u otro. Pero la regla de oro es, al menos para mí, no desfigurar la historia, no faltar a la verdad, no tergiversar.

¿Piensas que la novela histórica está de moda? ¿Y crees que tiene un público adicto y bien diferenciado?

La novela histórica, y las hay muy buenas y muy malas, es un género que goza de una buena aceptación por parte del público. Es una forma de leer, de evadirse, aprendiendo a un tiempo. Yo creo que el buen lector es de miras amplias. Le gusta leer y es ecléctico: capaz de disfrutar de una novela contemporánea o de una novela histórica.

¿Qué debe el género histórico a los clásicos (Herodoto, Tucídices…) en el sentido de que proporcionaron a los hechos la unidad orgánica de una obra de arte?

A Herodoto y Tucídides, a Jenofonte, a Suetonio y a tantos otros, debemos mucho. Ellos entendieron que a la importancia de consignar los sucesos y hechos en crónicas, a la importancia de ser rigurosos, debían unir la capacidad de narrar, explicar, hacer comprender, popularizar la historia, lo acaecido. Y al revestirla de palabras, descripciones, metáforas, etcétera, comprendieron que hacían arte. Las obras de Homero son arte. Literatura con mayúsculas.

Me ha llamado la atención en la enumeración de tus trabajos como periodista, que hayas estado en publicaciones tan dispares como Ajoblanco y Playboy.

Es que uno ha subido de las cabañas a los palacios. Y ha descendido de los palacios a las cabañas; es que uno, partiendo de las profundas simas de la miseria –y parafraseo a Groucho Marx– ha escalado las más altas cimas de la nada; es que uno, y acabo, igual fríe una corbata que plancha un huevo frito.




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